No decir ‘raza’ no elimina el racismo

No decir ‘raza’ no elimina el racismo

Fuente: El Salto Diario

El que la raza sea una construcción política y social no quiere decir que no tenga efectos reales. La antropología hegemónica, antes que adoptar actitudes censoras desde una presunción de superioridad intelectual, debería preguntarse quién dice “raza”, por qué y para qué.

s sorprendente cómo la antropología hegemónica, tan atenta a la idea de diversidad y tan contraria a las narraciones homogeneizantes, sea capaz de cerrarse obstinadamente en banda toda vez que oye pronunciar la palabra “raza”, independientemente de quién la pronuncie, en qué contexto y con qué objetivos. Este es el caso de un comunicado difundido por la Asociación de Antropología del Estado Español ASAEE y posteriormente publicado en el diario Público, titulado Las razas no existen, aunque el racismo sí, el cual a su vez polemiza con el artículo en El País, de Javier Sampedro: No digas raza. No nos interesa entrar en el mérito de las afirmaciones sostenidas por este último —de hecho, no compartimos muchas de ellas— pero sí queremos aprovechar la ocasión que se ha creado para el debate, para manifestar nuestro disenso radical con respecto del posicionamiento tajante de ASAEE en contra del uso de la expresión “raza”. Dado que, en el comunicado, se apela repetidamente a la necesidad de un mayor conocimiento del debate sobre la categoría de “raza”, nos permitimos aportar algunos elementos que tal vez los autores del mismo desconozcan.

No puede negarse la responsabilidad histórica que la antropología ha tenido en la construcción de un saber eurocéntrico y colonial, que resultó en la “cosificación” de las poblaciones “no europeas” que venían siendo “investigadas”

Es verdad que, en términos absolutos, no puede afirmarse que los antropólogos se pasen el tiempo “estudiando a tribus del Amazonas que no han tenido contacto con la civilización”, tal como afirma Sampedro. De hecho, algunos y algunas de nosotras y nosotros nos dedicamos a la Antropología y no hacemos nada de eso. No obstante, tampoco creemos que la cerrazón y el rechazo ante cualquier tipo de crítica sean la actitud procedente, y menos aún para una disciplina que suele presumir de su espíritu (auto)crítico. Así, desde una perspectiva general, no puede negarse la responsabilidad histórica que la antropología ha tenido en la construcción de un saber eurocéntrico y colonial, que resultó en la “cosificación” —la transformación en objeto de estudio— de las poblaciones “no europeas” que venían siendo “investigadas”. Tanto es así que, aún en 1975, el activista Dakota Vine Deloria Jr. afirmaba en su célebre obra El general Custer murió por vuestros pecados (1975): “Un antropólogo viene a la reserva india a OBSERVAR. Durante el invierno, las observaciones se convertirán en libros con los que se educará a los futuros antropólogos para que puedan venir a la reserva los años venideros y verifiquen las observaciones que han estudiado […] La tesis fundamental del antropólogo es que la gente es objeto de observación; luego la gente es considerada objeto de experimento, de manipulación y de extinción final” (pp. 92-94). La antropología estuvo indudablemente implicada en la propagación del colonialismo y del racismo, y ninguna pretensión de transformación de la disciplina puede menoscabar este hecho histórico. Un ejemplo entre muchos: en su obra Los argonautas del Pacífico Occidental (1922), Bronislaw Malinowski, considerado uno de los fundadores de la antropología moderna, usaba sin particulares problemas la categoría racial “blanco”. Por tanto, la disciplina antropológica desde el comienzo se ha ocupado de la raza; así lo refrenda la también antropóloga Lila Abu-Lughod a finales de los años ochenta: “La antropología y el feminismo como prácticas académicas son dos disciplinas que surgen y se centran en los dos sistemas de diferencia, fundamentales y políticos, sobre los cuales han dependido históricamente las desigualdades del capitalismo moderno: la raza y el género. Ambos están arraigados en y tratan el problema de las distinciones históricamente constituidas del yo/el otro” (2019 [1988]: 39).

Portada de la publicación ‘What is race? Evidence from scientists’ de la Unesco (1952), un ejemplo del enfoque cientifista a la raza de la posguerra | Ilustración: Jane Eakin Kleiman mundial

Sabemos que la visión de la antropología clásica ha sido cuestionada desde dentro y conocemos la contribución que el pensamiento antropológico posterior ha aportado a la crítica del racismo científico (un ejemplo a menudo citado por quienes defienden esta postura es el de Lévi-Strauss). No obstante, han pasado muchas más cosas desde la posguerra: así, en las últimas décadas, nuevas perspectivas han emergido, dentro y fuera de la antropología; grupos subalternos anteriormente silenciados se han movilizado, contestando las narrativas establecidas, recuperando tradiciones de lucha históricamente denostadas e interpelando el propio sentido crítico de nuestro quehacer profesional y político. Aun conscientes de las ausencias, intentamos enunciar algunas/os de aquellas/os intelectuales y activistas, procedentes de diferentes períodos históricos, hacia quienes nos sentimos particularmente en deuda (por orden puramente casual): Linda Tuhiway Smith, Frantz Fanon, Barnor Hesse, Alana Lentin, Aníbal Quijano, Nelson Maldonado-Torres, Cedric Robinson, Kwame Ture, Charles V. Hamilton, Alexander Weheliye, Aimé Césaire, W.E.B. Du Bois, David Theo Goldberg, María Lugones, Patricia Hill Collins, bell hooks, Silvia Wynter, The Combahee River Collective, y un larguísimo etcétera.

¿Qué nos enseñaron los citados pensadores y pensadoras? Por ejemplo, que el enfoque antirracista hegemónico, compartido por la antropología y otras disciplinas humanas y sociales, no dejaba de ser eurocéntrico: en efecto, ubicando la emergencia del racismo a finales del siglo XIX en Europa, olvidaba sus conexiones con la experiencia histórica del colonialismo. Aprendimos gracias a estas personas que la idea de raza nació mucho antes; con la colonización de América/Abya Yala, afirman algunas personas. También entendimos que el racismo no es solamente una ideología, ni se limita a un fenómeno psicológico interno a las personas, sino que se asienta en prácticas sociales establecidas y se reproduce en las relaciones de poder que atraviesan nuestros cuerpos, emociones, relaciones, saberes, formas de vida; que genera privilegios materiales y simbólicos para algunas/os y opresión para otras/os, y esto independientemente de sus posicionamientos ideológicos o de si pronuncian o rechazan la categoría de “raza”.

La idea de raza, utilizada conjuntamente a otras con el objetivo de explotar, exterminar e inferiorizar a poblaciones enteras, nunca se sirvió de marcadores únicamente fenotípicos, sino que desde muy pronto recurrió a diferentes metarrelatos basados en la “cultura”, el “color de piel”, la “pureza de sangre”, la “religión”, y un largo etcétera; para reflejar esa naturaleza cambiante, Stuart Hall definió la raza como un “significante flotante” (1997). Así pues, por mucho que la raza sea una falacia como categoría biológica-científica, en tanto que construcción social y política, dispositivo de poder que vertebra ensamblajes de prácticas, no solo existe, sino que produce efectos muy “reales”. Al igual, por ejemplo, que la clase y el género, que también son construcciones sociales, pero cuya validez analítica no se suele cuestionar. Podemos, como hacen muchos antropólogos y antropólogas, sustituir “raza” por “cultura”; pero eso no elimina el problema, solo lo desplaza. Tal como subraya la también antropóloga Kamala Visweswaran (1998, p.76): “¿eso no muestra cómo la cultura ha terminado convirtiéndose en el sustitutivo de raza? Sin una manera de describir la construcción sociohistórica de la raza, a la cultura se le pide hacer el trabajo de la raza […] Decir que la raza no tiene significado biológico no quiere decir que la raza carezca de significado. La cuestión no es que el racismo, de manera a menudo inadecuada, se somatice a sí mismo o que recurra a la falsa biología para hacerlo. La cuestión es que el racismo no puede ser separado de la raza” [traducción propia].

¿Dejar de pronunciar la palabra “raza” va a atajar ese racismo estructural? Esto es lo que precisamente se le escapa al comunicado en cuestión: negar la raza no elimina el racismo. Las declaraciones de antirracismo, nos recuerda Sara Ahmed, no son performativas: no siempre generan los efectos que dicen generar

En 2018 circuló por las redes sociales una foto muy llamativa, procedente del 31º Congreso de la Asociación Brasileña de Antropología. Tal como resalta un orden del día propuesto por el Comitê de Antropólogas/os Negras/os, en un país donde el 53% de la población se define como no blanca, ningún antropólogo o antropóloga racializados contaba con representación en la mesa de apertura del evento; pero sí podían entreverse, en el fondo, trabajadores y trabajadoras negros en el servicio de catering. Preguntamos: ¿es dejando de pronunciar la palabra “raza” que se va a atajar ese racismo estructural? Esto es lo que precisamente se le escapa al comunicado en cuestión: negar la raza no elimina el racismo. Las declaraciones de antirracismo, nos recuerda Sara Ahmed, no son performativas; no siempre generan los efectos que dicen generar (2004).

Antes que adoptar una actitud de orgullo disciplinario, censura moral o levantamiento de escudos, consideramos más productivo abordar la raza desde las preguntas: ¿quién dice “raza”?, ¿por qué lo hace?, ¿para qué? Como hemos dicho, la antropología clásica hasta los años cuarenta no tuvo incomodo alguno a la hora de hablar el lenguaje de la raza. Puede que a eso se deba su remordimiento de conciencia actual; pero eso no la legitima para descalificar a cualquiera que pretenda utilizarla, y menos aún desde un significado y con intenciones muy diferentes. Y para que quede claro, no nos estamos refiriendo a Sampedro, sino más bien a colectivos antirracistas, protagonizados por personas que sufren las consecuencias del racismo a diario.

Dicho sea de paso: acogiendo la invitación de ASAEE a informarnos mejor, hemos consultado la web de la asociación en la sección de“comunicados”, pero no hemos encontrado indicios de otras tomas de posturas públicas denunciando, por poner un ejemplo, las prácticas de racismo institucional señaladas en los últimos años por distintos colectivos antirracistas, incluso recientemente, como consecuencia del estado de emergencia declarado en el Estado español a raíz de la pandemia de Covid-19. Nos parece una postura antirracista bastante peculiar, aquella de no intervenir ante prácticas concretas de racismo cotidiano, pero sí de hacerlo en términos precipitados y derogatorios ante el uso incorrecto de la categoría de “raza” por parte de un periodista.

No todas las personas que suscribimos este artículo somos antropólogas, ni nos interesa una defensa a capa y espada de la disciplina; de hecho, reivindicamos la transdisciplinariedad. Aun así, constatamos con desolación el estado de la antropología española (y no solamente) en lo que a este debate respecta. Pero también somos conscientes de que eso no pasa en todas partes; sin ir más lejos, un numero reciente (2019) de la revista American Anthropologist —publicación oficial de la American Anthropological Association (AAA)— ha hospedado una sección monográfica, coordinada por Aisha M. Beliso-De Jesús y Jemima Pierre, titulada significativamente ‘Anthropology of White Supremacy’. La noción de “supremacía blanca” allí utilizada, lejos de remitir únicamente a escenarios de “extremismo” o de reductio a hitlerum, es la siguiente: “Hablar de supremacía blanca global es apuntar a las dimensiones raciales de un sistema de poder internacional que incluye una ideología de superioridad racial blanca (entendida ampliamente) y su conjunto de prácticas relacionadas” [traducción propia].

En definitiva, hablar de “raza”, dependiendo de quién lo haga y para qué, puede suponer muchas implicaciones. Nos permitimos sugerir dos posibles, antitéticas entre ellas: a) Por una parte, puede implicar una intencionalidad racista orientada a la inferiorización de quien es construido/a como “Otro/a”; b) Pero por la otra, puede servir para evidenciar las relaciones de poder desiguales que nos atraviesan y que nos afectan diferencialmente. Puede ser, entre otras cosas, una manera para evidenciar la “blanquitud institucional” (Ahmed, 2007) que atraviesa las formas de hacer, pensar y saber implícitas en la academia hegemónica y, dentro de ella, también en la antropología. La pregunta es: ¿comunicados como el de ASAEE contribuyen más a contrarrestar lo primero o lo segundo?

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