“Caminantes somos, […] de la vida
y de la muerte” (Zapata, 2010, p.161)
“Bastan dos ramitas de matarratón a a Elegba y
un puñado de sal para que una los caminos
de la vida y la muerte” (Zapata, 2010).
Aunque el tambor hace parte de la sangre de toda la humanidad, porque acompasó el sonido de las primeras palabras, comunicó a pueblos distantes y nos recuerda el pulso primigenio y vital del corazón, podría decir que África lleva a su expresión más profunda la fusión del cuero y la madera. La espiritualidad y el fundamento (añá), que su religiosidad otorgó al tambor batá[1], permanecen heredadas en múltiples expresiones de la música ceremonial y profana de América y el mundo.
El tambor es un llamado, canto y grito, marca el tiempo y con él se crea la danza y la base de toda música, incluso en la que habla en silencio. Cuando llegaron los africanos a América, y específicamente a Colombia en las regiones del Magdalena y el Caribe, los pueblos indígenas originarios también tenían sus tambores, sin embargo, el repique del tambor africano que cruzó el continente —quizá por su ánimo de resistencia o por el grito de retorno a su territorio madre— era más fuerte, y sobreviviendo a la prohibición y el castigo se fusionó con las gaitas koguis y arhuacas para hacer la cumbia. En el Pacífico resurgió el bunde, el currulao y la juga que hoy le cantan al dios cristiano y sus santos.
El tambor, brujo como el baobab o la kora, fue prohibido a razón de ser el principal peligro para el olvido que los esclavistas querían imprimir en los hombres y mujeres negros. El escritor nigeriano Amos Tutuola recuerda que “cuando el tambor comenzó a golpearse a sí mismo, se levantaron todos los que desde cientos de años atrás estaban muertos y vinieron para ser testigos de cómo el tambor tocaba el tambor”. He allí el peligro, darle vida a los bazimu, los ancestros y sus saberes, permitir a través de su sonido la existencia del magara[2]. “Cuando templo mi tambor desde lo alto, desde el cielo me responden los truenos.” (Zapata, 2010, p. 188)
El lenguaje del tambor hacía posible la comunicación de los ekobios[3] de distintas procedencias, pues su mensaje trascendía toda lengua. Como caminantes de la vida y la muerte, tendieron un puente o hicieron un nudo que les permitiese comunicar los dos mundos, el tambor; sin su sonido los bazimu (ancestros) no encuentran el camino de la muerte, se extravían. El tambor guía su sepultura y acompaña los rituales de enterramiento que guían el camino a los muertos y permiten a los vivos escuchar por donde transitan, huellas heredadas en los rituales fúnebres de lumbalú en San Basilio de Palenque y el levantamiento de tumbas en el Chocó, acompañado de los alabaos y gualíes. El lumbalú concibe que quien muere regresa dos veces a la casa donde habitó en vida, por ello todos le esperan con cantos al ritmo del llamador; en el Pacífico, se reza un novenario, pues el alma del muerto está presente aún durante nueve días. Nuevamente vida y muerte son un solo camino.
Manuel Zapata Olivella, en su gran novela “Changó, el gran putas” publicada en 1983, dibuja la metáfora del tambor en llamas, como rompimiento con el mundo espiritual de África, tejido que el muntu[4] americano debe re-inventar para darle sentido a su nuevo destino. La lucha entre los dos mundos —esclavizados y esclavistas—se representa a través del crucifijo como arma de dominio colonizadora y el tambor como esencia religiosa del muntu. Esta lucha tiene como consecuencia el rompimiento e incendio del tambor, que a su vez rompe el nudo del magara, teniendo como consecuencia la escisión entre el mundo de los vivos y los muertos, pues sin la alegría del tambor los orichas no reciben a los bazimu que transitan a su morada. “Los bazimu no encontraban a Elegba, los caminos de la muerte nos están cerrados. Yo podría, si tuviera un tambor, dar alegría a sus pasos para que los orichas les reciban glorificados” (Zapata, 2010, p.159)
El tambor, entonces, no solo otorga sentido a la vida sino a la muerte, de allí que esta última no sólo sea dolor sino alegría: renacimiento, por ello en el lumbalú las mujeres danzan alrededor del cuerpo de su ser querido, y con los gualíes o chigualos se canta alegremente despidiendo a los niños que mueren. Así la música permitía a los esclavizados tener una consciencia profunda de la muerte, la transición al otro mundo en donde habitan los ancestros y los múltiples tiempos, donde no se vende el cuerpo ni el alma. De esta manera el tambor es un festejo, que cura colectivamente el dolor humano a través de la alegría de su sonido.
La importancia del ritual funerario acompañado del tambor sella de manera armónica la relación entre el buzima (vida biológica) y el magara (vida espiritual); “Más padecen los difuntos sin sepultura comidos de gusanos que los vivos apaleados” (Zapata, 2010, p.165). El golpe del tambor es trance que acompaña el ritual fúnebre y el entierro, por ello, sin tambor no hay ritual, no hay traspaso ni sepultura, así lo demuestra Zapata en su epopeya: “[…] Entonces, desde la Casa de la Muerte donde no he podido entrar por falta de un tambor, regreso para responderle…”, “ aquí en el patio de la casamata, recién roto el nudo del magara oímos hincharse nuevos cuerpos sin que un hijo o un pariente sepulte nuestros cadáveres” (Zapata, 2010, p.159).
La importancia de morir se da también en la medida en que los muertos puedan crear y actuar sobre los hombres, protegerlos, pero ellos solo viven si existe el ejercicio de la memoria; si los Ekobios no luchan por ella, “la nueva obra nace según los gustos y el mandato del amo quitando a los difuntos la oportunidad de crear, con lo cual es lo mismo que condenarlos a no hacer nada, el peor tormento para un muerto” (Zapata, 2010, p. 181). También los vivos ayudan a los muertos —según la tradición del Pacífico colombiano— a salir del purgatorio a través de las novenas para expiar sus pecados cometidos en vida.
Arrebatarle la vida a los muertos fue la estrategia de los esclavistas para dominar más que sobre los cuerpos, sobre el pensamiento y la religiosidad africana, dominar el magara implicaba una manera de imposición más duradera y alienante; desaparecer la fuerza de los ancestros y la memoria era eliminar también cualquier esperanza y resistencia, pues el magara brindaba la esperanza del regreso, daba claridad sobre el camino de los ekobios como nuevos hombres y mujeres americanos, y se fortificaban gracias a su kulonda (antepasados que los protegen). Changó exilia pero también promete un regreso espiritual del muntu americano; por ello aclara Zapata Olivella: “Bien sabían los sacerdotes que sin la memoria ancestral, el muntú esclavizado nunca llegaría a ser libre” (Zapata, 2014, p. 29). Con la muerte como camino se halla una diferencia sustancial de la filosofía del muntu y la religión cristiana, la primera tiene que ver con la búsqueda de la libertad humana incluso en la muerte, la segunda, en cambio, en el contexto esclavista, reproduce una moral de sometimiento y culpa. La creencia en Changó permitió la liberación de los cimarrones, pues el muntu, según Zapata Olivella (2010, p.180) “está destinado por changó a rebelarse contra los blancos”; es así como el pensamiento religioso puede en algunos casos liberar y en otros someter.
Además de los tambores ceremoniales que unen los hilos entre la vida y la muerte, al interior del relato de Zapata en Changó, el gran putas, suenan los tambores militares de la colonia que llaman a la inquisición y no a Elegba, y se contraponen a los tambores libertarios.
El tambor fue perseguido, y vedado sobretodo en tiempos de Semana Santa, como narra Zapata: “en estos días de veda los tambores no resuenan como es su costumbre todas las noches en los patios de las haciendas” (Zapata, 2010). Hoy en día, en el Pacífico colombiano, los tambores guardan silencio en esta misma época, hasta la resurrección de Cristo (el mesías ha muerto y el pueblo está de luto, sufre), como si todavía existiese la veda esclavista que convierte al tambor pagano.
Ocurre así en las comunidades del río Timbiquí, durante esta semana solo suenan algunos bordones de marimba encomendados a San Juan Bautista y a la virgen María, quienes son protagonistas de muchos cantos devocionales de comunidades afrocolombianas; en estos días no suenan bundes, jugas ni currulaos, pues son símbolo de la alegría que sólo debe despertar cuando Cristo resucita. Pero la semana Santa —en el relato de Zapata— se convierte, a pesar del silencio del tambor, en un lugar simbólico donde resurge África y sus lenguas, y se genera un ambiente de resistencia, pues: “Siempre que hay estas fiestas religiosas la ciudad está en peligro de levantamiento” (Zapata, 2010, p. 197).
El Domingo de Resurrección los hijos de Yemayá invaden a Cartagena regándose por los extramuros del Xemaní, el Cabrero y en donde quiera que hay un tramo de muralla en construcción, una enramada de mangle o la sombra de los almendros.[…] Apiñados frente al altar volvían a encontrarse los balubas, minas, caboverdinos, calabares, regocijándose de poder hablar con el sabor de nuestras lenguas africanas. Las madres lloraban abrazadas a sus hijas y nietos procedentes de alguna mina o cuando el padre reconoce a los hijos dejados pequeños cuando fue vendido a otro amo. (Zapata, 2010, p.196).
El tambor, entonces, invita a la reunión, al baile y al ánimo de rebelión, es contradicción con los mandatos del rey omnipotente que promulga hombres mansos y sumisos, que defiende que el verdadero siervo de Dios es esclavo. Al terminar la semana Santa —en Changó el Gran putas—, de modo contrario a la vivencia de los habitantes del rio Timbiquí, los esclavizados regresan al suplicio cargando una cruz más pesada que la de Cristo, los timbiquireños, en cambio, regresan a los bundes y al currulao, pues ya no hay tristeza y por tanto son libres.
El Padre Claver, presente en la novela de Zapata, deja claro un aspecto, y es que el tambor por sí mismo no significa pecado, sino unido al ritual de comunicación con los ancestros y a los sacrificios-ofrendas a los orichas, “Se puede bailar y aun tocar tambor siempre que no se hagan sacrificios de gallos o de chivos” (Zapata, 2010, p..198), aquí de nuevo se deja en claro que es la espiritualidad que lo acompaña lo que representa un fuerte peligro para la dominación colonial.
El incendio del tambor que ocurre en la novela, marca la desesperanza, el imperio del dios cristiano, así se refleja en el quejido de Sacabuche, otro personaje:
Mientras ellos desde los altos cielos con solo invocarlos descienden para atender los pedidos y necesidades de los amos, nuestros orichas se quedaron en Guinea sin atreverse a cruzar los mares para proteger al muntu que sufre, desespera y muere en esta tierra.
Pero hay una esperanza que si no es el regreso a la madre África, es la respuesta a la creación y el papel del nuevo muntu americano, quien —según Zapata— descubre el sinsentido de reproducir un sistema esclavista y monárquico entre los ekobios como ocurría en su continente, ahora en América los libertos, todos están en la misma condición. A esta conclusión llega el escritor después de narrar que los ekobios al reunirse en un día de fiesta reproducen las mismas dinámicas esclavistas, describen en medio del desfile y el jolgorio: “tres golpes de tambor grande para que entren los reyes, dos para gobernadores, uno del tambor pequeño para los alféreces y nada para los esclavos” (Zapata, 2010, p. 200). Finalmente toman la decisión de que la reunión de “esclavos” sería un cabildo de libertos, un carnaval sin mandones. Ahora los reyes africanos y sus sirvientes son hermanos que continúan en comunicación con los orichas y se liberan, la espiritualidad los une en la desaparición de las clases sociales; y aunque “en la tierra del exilio, el muntu no es el muntu sino su sombra” (Zapata, 2010, p. 212), este reconoce a través de la ritualidad que reune a ekobios de distintos pueblos y castas sociales, que ya no deben existir relaciones de dominación entre los hombres sino hermandad.
Así, como del baobab a la ceiba, de los tambores batá al tambor alegre y al cununo, y del balafón a la marimba, del muntu africano nace el nuevo muntu americano que permanece en el tambor y lo resignifica.
[1] Los tambores batá son tres tambores de madera en forma de cono, con dos parches, usados de manera religiosa en la cultura Yoruba.
[2] El magara es la vitalidad, plenitud y fortaleza espiritual, que permanece incluso en los muertos.
[3] Nombre por el cual Zapata Olivella llamaba a los nativos de distintos lugares de África.
[4] Concepción de hombre o humanidad en donde coexisten humanos, vivos y difuntos, plantas, animales y minerales, según la filosofía bantú. Muntu es el singular de bantú, es el ser humano y el cosmos.
Referencias Bibliográficas
Zapata, Manuel. (2010). Changó, el gran putas. Bogotá: Biblioteca de literatura afrocolombiana.
Zapata, Manuel. (2014). El árbol brujo de la libertad: África en Colombia, orígenes-transculturación-presencia. Ediciones desde abajo.
[1] Los tambores batá son tres tambores de madera en forma de cono, con dos parches, usados de manera religiosa en la cultura Yoruba.
[2] El magara es la vitalidad, plenitud y fortaleza espiritual, que permanece incluso en los muertos.
[3] Nombre por el cual Zapata Olivella llamaba a los nativos de distintos lugares de África.
[4] Concepción de hombre o humanidad en donde coexisten humanos, vivos y difuntos, plantas, animales y minerales, según la filosofía bantú. Muntu es el singular de bantú, es el ser humano y el cosmos.