“Matamberas”, la red que sostiene la identidad afro de Timbiquí

“Matamberas”, la red que sostiene la identidad afro de Timbiquí

Fuente: Verdad Abierta

En ese municipio del Pacífico caucano las mujeres han jugado un papel vital para mantener el tejido social y preservar las tradiciones culturales. Lo hacen en medio del abandono estatal, el conflicto armado, las economías ilegales y el machismo.

Por Andrés García — Este artículo hace parte del especial Mujeres tras el telón de la guerra

“No podemos ser tan irresponsables para acabar con todo lo que tenemos y no dejarle nada a la gente que viene. Tenemos que pensar en eso y es un papel importante y preponderante de las mujeres, porque nosotras somos las que tenemos que ver con la recreación de la vida”, afirma con la valentía que la distingue una de las líderes del municipio de Timbiquí, en el departamento de Cauca.

Esa es la filosofía que impulsa las labores de un grupo de mujeres que trabaja incansablemente, en medio de las vulneraciones causadas por el abandono estatal, el conflicto armado y las economías ilegales, con el ánimo de impedir que se pierdan sus tradiciones culturales y que se resquebrajen más lazos de la comunidad. Todas ellas hacen parte de la Red de Organizaciones Femeninas del Pacífico Caucano Matamba y Guasá. Adoptando los nombres de instrumentos musicales del Pacífico, 22 organizaciones comunitarias, que suman alrededor 500 integrantes, se unieron desde 1993 para trabajar conjuntamente y hacerle frente a las adversidades.

En un principio, cuando el conflicto armado y las economías ilegales se encontraban por fuera de sus territorios, los objetivos de esta red eran trabajar por las reivindicaciones de las mujeres y lograr la seguridad alimentaria de sus familias. “Nos unimos para garantizar nuestra alimentación y que fuera sana; para defender nuestros derechos. En nuestra trayectoria sabemos que la mujer ha sido muy marginada y nuestro interés era unirnos para salir adelante en las cosas que queremos hacer”, explica Tomasa Benté, presidenta de la organización Regocijo de Amor, que está compuesta por 15 mujeres, varias de ellas víctimas de desplazamiento forzado.

En ese sentido, uno de los puntos fuertes de la red fue el trabajo con los cultivos de pancoger. Organizaciones como Mujeres en Pie, Las Playadoras, El Cebollal, Las Albahacas y Acencupa, se enfocaron en el cultivo de verduras y hortalizas para garantizar que no faltaran los alimentos y hacer trueques.

“Estamos trabajándole a las azoteas, sembrar para no dejar caer la tradición, porque eso era lo que hacían nuestros ancestros, ellos cultivaban y no compraban nada. Todo era de nuestro medio y no queremos que se acabe esa tradición. Cultivar sin nada de químicos”, señala María*, una de las líderes de la comunidad, quien ha padecido la guerra en su mayor intensidad.

El rol de la mujer en medio del conflicto

A partir de 2005, con la llegada de los cultivos de hoja de coca para uso ilícito y, posteriormente, con la irrupción de la minería ilegal, la red tomó una nueva función: preservar sus tradiciones culturales a pesar de los desplazamientos forzados y de los cambios en su vida cotidiana causados por los foráneos que se empezaron a asentar en la región. “Por la minería y la coca la gente dejó de lado sus prácticas ancestrales y está dedicada a la búsqueda de la plata fácil. Ahora mantienen pendientes de cuándo es que llegarán las ‘retros’ (retroexcavadoras) y descuidamos las prácticas tradicionales”, plantea la profesora Carmen*, quien agrega que las mujeres están rescatando sus tradiciones porque a los hombres les interesa muy poco: “agricultores quedan pocos, se ven uno o dos, los demás están en la minería, están pendientes de barequear y lo ancestral ha pasado a otro plano”.

Las mujeres y los ríos son los encargados de velar por la vida de las comunidades afro. Foto: Andrés García.

Una de las situaciones que más lamentan en la red de mujeres es la de la resistencia de los jóvenes a vivir las tradiciones de las comunidades. “Los cuentos, los chistes y otras dinámicas de atrás se perdieron porque los jóvenes mantienen metidos en el celular”, cuenta Benté. “En el pasado, en las noches de luna, se prendían fogatas y alrededor de ella se contaban chistes y se hacían rondas, se mantenía la tradición oral de nuestros ancestros; se tomaba agua aromática con todas las plantas del medio. Esas tradiciones se han perdido porque ha entrado mucho foráneo y los jóvenes aprenden de ellos”.

La preservación del saber ancestral

El reto que se han propuesto ‘Las Matamberas’ es evitar que los jóvenes olviden esas prácticas ancestrales, por ello, asegura, Benté, “las mujeres empezamos a trabajar en ese campo. Es que los viejos no estamos prestos para dejar que eso no suceda”.

Para garantizar ingresos económicos, estas mujeres acudieron a la siembra de plantas medicinales y aromáticas que son comercializadas en el casco urbano de Timbiquí. Además, cada cierto tiempo se reúnen para cocinar platos tradicionales y realizar artesanías, que son vendidos en el parque central de la cabecera municipal. También realizan presentaciones folclóricas y para que no se pierda la tradición tocan y bailan buga y bambuco, entre otros ritmos que esconde el Pacífico.

El trabajo comunitario de ‘Las Matamberas’ es de alto riesgo si se considera la vulnerabilidad de la región dada la presencia de grupos armados ilegales, la ausencia del Estado y las afectaciones que causa vivir bajo la dinámica de economías ilegales.

Marginación y resistencia

“A mí me llenó de mucha indignación ver a la gente marchar por las calles del pueblo hasta la Alcaldía protestando y defendiendo a la minería con retroexcadoras. Entiendo que con eso se está haciendo un gran daño al territorio, pero esa es la única fuente de ingresos que tienen muchas familias en estos momentos. El Estado nos ha dado la espalda y cuando viene es con una represión enorme”, cuenta Estela*, una líder comunitaria.

La mujer hace referencia a la movilización pacífica que ocurrió en el casco urbano de Timbiquí, tras los operativos que realizaron la Fuerza Pública y la Fiscalía el pasado 15 de agosto en la zona alta del río con cuyo nombre fue bautizado el municipio. En esa ocasión fueron destruidas 26 retroexcavadoras y capturadas dos personas. Según reportes de las autoridades y de varios medios de comunicación, en esos hechos se asestó un fuerte golpe a las finanzas de la guerrilla del Eln, que se lucraba de la explotación “criminal” del oro de la región.

Las comunidades ubicadas sobre los ríos son las más afectadas por el abandono estatal. Foto: Andrés García

Sin embargo, otra es la versión de las comunidades de diferentes veredas asentadas a las orillas del río Timbiquí, quienes insisten en que las máquinas quemadas eran de nativos que han dejado de lado la minería artesanal para recurrir a esa práctica que es más efectiva. “Quemaron las máquinas de los nativos y no las de los foráneos. Esa es la contienda que hay, la gente está buscando que saquen a los foráneos y se queden los nativos”, cuenta un poblador de la región que fue testigo, afirma, del “desmedido accionar del Esmad (Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía) que lanzó gases y agredió a la comunidad sin previo aviso y en presencia de los niños”.

Además, reiteran que en la región sólo hace presencia la guerrilla de las Farc: “Acá no hay Eln. Se equivocan porque aquí sólo hay un grupo armado y por eso no hay enfrentamientos. Eso del Eln es falso, lo hacen para aumentarle al noticiero o para ocultar los atropellos que le hicieron a la comunidad”, expresa otro lugareño.

Más allá de las versiones encontradas, el operativo realizado en agosto pone de presente la triste realidad de algunas comunidades afro de Timbiquí. Ante el abandono estatal, la llegada de la minería con maquinaria pesada por parte de “foráneos” y el control de las Farc, muchas personas han dejado de lado la minería artesanal y la protección de sus territorios para satisfacer sus necesidades básicas por medio de la minería pesada.

A pesar de la extracción con maquinaria y químicos, algunas personas todavía recurren a la minería artesanal y mazamorrean en los ríos.

El dilema de la minería es una muestra de la gran paradoja que encierra Timbiquí: a pesar de tener un territorio rodeado de una vasta riqueza natural, la mayoría de sus habitantes viven en situación de pobreza y carecen de los servicios básicos para subsistir dignamente.

Con una población cercana a los 22 mil habitantes, la mayoría pertenecientes a comunidades étnicas -el 77 por ciento afrodescendiente y el 10 por ciento indígena- que viven en la zona rural, Timbiquí se encuentra recostado sobre el océano Pacífico, entre los municipios de Guapi y López de Micay. Sus 1.813 kilómetros cuadrados de extensión están bañados por los ríos Timbiquí, Saija y Bubuey, que alimentan el tape verde de bosque tropical que la da vida a casi la totalidad del territorio.

Por su composición geográfica y variedad ecológica, Timbiquí goza de unas condiciones envidiables para la pesca, la agricultura y la minería, de la que además de oro, se puede extraer plata, plomo, hierro, manganeso, níquel, platino, cobre y zinc. No obstante, tanta riqueza no se traduce en beneficios para sus habitantes.

La mayoría de los pobladores carecen de acueducto y agua potable, razón por la cual deben recoger agua de la lluvia que almacenan en enormes contendores de plástico donde, además, se incuban mosquitos que generan riesgos para la salud; tan sólo en el casco urbano hay fluido eléctrico las 24 horas del día, en la zona rural se da en horas de la noche. Además, pululan el desempleo y el empleo informal.

A pesar de tener una red natural de fuentes de agua, el acceso al líquido vital se ha convertido en una odisea para las comunidades. Almacenan el agua de la lluvia para su consumo. Foto: Andrés García

El panorama en situación de vivienda es desalentador. En su Informe Estructural: Situación de Riesgo por Conflicto Armado en la Costa Pacífica Caucana, de 2014, la Defensoría del Pueblo encontró que las casas de zona rural son en su mayoría palafíticas que “no cuentan con servicio sanitario, pozo séptico o conexión a alcantarillado, agua potable y servicio de energía eléctrica”; y en el casco urbano “han proliferado viviendas construidas con materiales reciclables, como cartones y plásticos” que “conforman los barrios de invasión de Bellavista y Puerto Luz, y no poseen servicios públicos ni saneamiento básico”.

Los timbiquireños coinciden en que las causas de esa dramática situación son la falta de empleo formal y la ausencia efectiva del Estado. Para Celmira Ordóñez Herrera, la alcaldesa encargada del municipio, el olvido en el que se encuentra sumido Timbiquí también ha sido causado por la clase política caucana.

“A nosotros nos ven y nos buscan en elecciones. Allí sí se acuerdan de la región, pero de ahí para allá… En la pasada Gobernación conocimos a Temístocles (Ortega) cuando lanzó su campaña y no volvió ni un día en sus cuatro años de gobierno”, cuenta con gran indignación la mandataria local. Y señala que en los últimos años han recibido más apoyo por parte del gobierno nacional a través de la distribución de regalías, con las que pudieron construir la sala de espera del aeropuerto, el polideportivo y pavimentar la Calle Primera. Todas son obras de infraestructura secundaria que no solucionan los problemas de fondo de la comunidad, como la falta de acueducto, alcantarillado y conexión eléctrica.

Mirna Rosa Herrera, docente de una de las escuelas de la cabecera municipal que durante muchos años ha coordinado la Red Matamba y Guasá, rescata la labor que las integrantes de las 22 organizaciones están realizando para preservar la identidad del pueblo afrodescendiente, máxime en el Pacífico donde son víctimas de una triple discriminación por ser mujeres, negras y campesinas.

“La mayor responsabilidad está en las mujeres. Cuando llegaron los cultivos de coca, los hombres se dedicaron a eso, pero uno, por las referencias de otros lugres del país, sabía que detrás de ella venían la muerte, el desplazamiento y muchos antivalores que tocaban a nuestros hijos. Sin embargo, los hombres con el ansia de conseguir la plata, volverse más poderosos y machistas, fueron los primeros en acceder a eso. Muchas mujeres se negaron porque preferían garantizar la comida de sus hijos”, dice Herrera.

Y esa decisión de las mujeres fortaleció la red porque comenzó a gestionar proyectos y a garantizar la soberanía alimentaria a través de la siembra y la cría de animales. “Muchos hombres se iban sin mirar las consecuencias y terminaban muertos o desaparecidos; por eso la mujer asumió el rol de cabeza del hogar. Con la minería fue lo mismo; además, en la mayoría de los casos, cuando sacaban el oro, dejaban a sus esposas y se iban con otras mujeres. Los hijos beben y malgastan la plata. En cambio, las mujeres cuando sacan oro invierten y mejoran las casas. Hemos sido el pilar del hogar y las encargadas de preservar el saber ancestral”, enfatiza la docente.

Fracturas del conflicto armado

En los últimos años, los timbiquireños han tenido que lidiar con la presencia de todos los grupos armados en sus territorios. A diferencia de otras regiones del país, e incluso de su propio departamento, que ardieron con las expansiones de los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y de las guerrillas durante finales de los años noventa y el principio del nuevo milenio, en Timbiquí “se vivía en paz”.

Sin embargo, su suerte cambió a partir de 2005. Aunque no recuerdan con precisión las fechas y los nombres de quienes transformaron sus vidas por medio de la violencia para ejercer control territorial y apropiarse de las economías ilegales que fueron surgiendo, tienen grabados en sus memorias dos periodos: 2005-2007 y 2010-2012. El primero está relacionado con el surgimiento de los cultivos de hoja de coca para uso ilícito y la consecuente llegada de grupos “paramilitares”, y el segundo con la aparición de la minería ilegal y la consolidación de las Farc.

“La vida antes era muy bonita. Teníamos una relación de vivir como hermanos, como una sola familia. Todo se fue dañando con la llegada de los cultivos y de la minería”, recuerda una adulta mayor de la comunidad de Cheté, ubicada en la parte alta del río Timbiquí. Para Mireya*, una líder comunitaria desplazada de La Fragua, el periodo de entrada la coca fue peor que el de la minería ilegal porque “hubo muchas desapariciones de nativos, aunque en los últimos años también, pero son más que todo de gente que llega de afuera”.

La llegada de los cultivos de coca

Esa ola de violencia que se desató en Timbiquí está relacionada con el surgimiento de nuevos grupos armados ilegales tras la desmovilización colectiva de las Auc ocurridas entre 2003 y 2006 y acordadas bajo el mandato del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010).

De ello da cuenta un Informe de Riesgo del Sistema de Alertas Tempranas (SAT) de la Defensoría del Pueblo, fechado el 1 de octubre de 2010: “(…) con posterioridad a su desmovilización estos espacios fueron ocupados por los grupos armados ligados al narcotráfico y por las estructuras armadas ilegales surgidas con posterioridad a la desmovilización de las AUC, lo que se refleja en la presencia de integrantes de Los Rastrojos, y Las Águilas Negras en el casco urbano de Guapi y, de miembros de grupos armados articulados al narcotráfico en la cabecera de Timbiquí, lo cual genera zozobra y temor permanente en la población civil”.

Las llamadas ‘Águilas Negras’ se asentaron en la cuenca del río Saija y se tranzaron en enfrentamientos con las Farc. El informe del SAT explica que “Puerto Saija por su ubicación geoestratégica -bocana del río que facilita una rápida comunicación con el mar Pacífico y el puerto de Buenaventura-, se erigió en el principal centro de comercialización de insumos y de distribución de base de coca, lo que originó una disputa territorial entre la guerrilla de las Farc, los grupos ligados al narcotráfico y el grupo armado postdesmovilización de las autodefensas Águilas Negras que determinó la instalación de una base militar de la Armada Nacional, lo cual obligó al despliegue de las Farc hacia las partes medias y altas del río, y la infiltración de milicianos en el poblado”.

Por otro lado, el accionar de ‘Los Rastrojos’ en el departamento de Cauca estuvo ligado a una alianza que sostuvo con el Eln para enfrentar a las Farc y expulsarlas de los municipios de Argelia y El Tambo, en donde tradicionalmente han existido extensos cultivos de coca y corredores de movilidad que comunican con el Pacífico; a la par aumentaron su control en los municipios costeros. Dicho pactó terminó en enero de 2010, cuando las Farc y el Eln suscribieron un cese de hostilidades en el corregimiento de El Plateado, de Argelia.

Según lo documentó la Defensoría del Pueblo, desde finales de 2010 las Farc avanzaron nuevamente hacia la costa y terminaron por sacar a ‘Los Rastrojos’ de la región. En medio de los combates, quienes llevaron la peor parte fueron las comunidades ubicadas en la parte alta del río Timbiquí, que quedaron en medio de los enfrentamientos y ocurrieron los primeros desplazamientos masivos del municipio.

La larga y cruel lucha por la tierra en el Cauca

En tan sólo seis meses se registraron cuatro desplazamientos que dejaron deshabitados dos caseríos: Velásquez y La Fragua. Los hechos quedaron registrados en la sentencia del Juzgado Primero Civil del Circuito Especializado en Restitución de Tierras de Popayán, dictada el 1 de julio de 2015 a favor del consejo comunitario Renacer Negro. En cada caserío se presentaron dos desarraigos: el primero en Velásquez sucedió en diciembre de 2010 y el segundo el 3 de febrero de 2011; los de Cheté ocurrieron el 7 y el 18 de mayo de 2011.

Clemencia*, una madre de 11 hijos que quedó atrapada en medio de los combates de La Fragua, recuerda que la guerrilla retuvo a la comunidad en un centro educativo durante el enfrentamiento: “Los ‘guerros’ (las Farc) nos retuvieron en la escuela. Todos salían al pueblo y estaban como si nada, se iba un grupo y llegaba el otro. Ese día se enfrentaron con los ‘paras’ y nos retuvieron en la escuela. No quedó nadie. Muchos no han vuelto por miedo, por temor de ser masacrados nadie retornó”.

Una vez expulsados ‘Los Rastrojos’, se dieron los enfrentamientos con la Fuerza Pública. Entre 2011 y 2012 ocurrieron constantes hostigamientos, la mayoría realizados desde la Calle del Pueblo, una vereda al otro lado del río Timbiquí que fue anexada como barrio al casco urbano.

“Cuando se escuchaba la balacera tocaba salir a correr al pueblo o a San Miguel dependiendo de dónde fueran los tiros. No era todos los días, pero sí generaba mucho temor”, recuerda una joven que ya tenía mecanizada la rutina de salir del caserío buscando refugio y retornar inmediatamente una vez finalizaban los ataques porque no tenía dónde más quedarse.

En una de las arremetidas más fuertes, ocurrida a principios de marzo de 2012 y que se extendió por más de dos días, un comando de las Farc destruyó con un cilindro-bomba el edificio donde operaban la Alcaldía y la estación de Policía. Esa dramática situación se mantuvo vigente hasta que esa guerrilla decretó su primera tregua unilateral en medio de los diálogos de paz con el gobierno del presidente Juan Manuel Santos. En la región afirman que ha sido cumplido permanentemente, con lo cual han respirado un ambiente de tranquilidad que no sentían desde principios de la pasada década.

Entre 2012 y 2013, las Farc carnetizaron a los habitantes de la parte alta del río para controlar la explotación de oro.

Presencia ‘estatal’ de las Farc

Los timbiquireños tienen claro que la minería ilegal marcó un punto de quiebre para las dinámicas del conflicto armado en 2010. Si bien las retroexcavadoras habían empezado a ingresar desde tiempo atrás provenientes del corregimiento Sabaletas, de Buenaventura, Valle del Cauca, sólo hasta ese año se dio un boom que exacerbó el conflicto.

Así lo estableció la Defensoría del Pueblo en una de sus notas de seguimiento de 2011: “Durante el 2010 la intensificación de la explotación minera con retroexcavadoras y dragas en las partes medias y altas de las cuencas y los afluentes del río Timbiquí intensificaron las disputas entre los grupos armados ilegales Farc y Los Rastrojos debido al interés de estos grupos por controlar el ingreso de trabajadores y personas foráneas a la zona, imponer exacciones y administrar la cotidianidad de los lugareños”.

En un principio, las máquinas eran ingresadas de manera clandestina por foráneos o ‘paisas’ -como denominan a los extranjeros en la región-, quienes buscaban a los propietarios de los predios, ubicados en consejos comunitarios, para negociar las condiciones de explotación.

“Hablaban y acordonaban unos porcentajes, nada era a la fuerza. La zona es consejo comunitario, pero como uno ha venido cultivando sus terrenos desde hace generaciones, el consejo comunitario se lo respeta y uno puede tomar las decisiones que quiera”, explica alguien que ha trabajado en ese tipo de minería y pide mantener la reserva de su identidad.

Posteriormente, cuando las Farc consolidaron su presencia y se convirtieron en el único actor armado ilegal de la región, empezaron a regular las actividades relacionadas con la explotación aurífera y asumieron un rol sencillo que ‘raya’ con la función estatal: cobrar un porcentaje de lo producido y garantizar que las partes cumplan sus compromisos.

“Ellos (las Farc) siempre han metido mucho control porque como acá ha llegado gente de tantos lados con sus costumbres y mañas, pero ellos siempre han tratado de controlar la situación y de que no se violen sus reglas”, cuentan en la región.

A lo largo del río la minería con maquinaria pesada deja sus huellas: cráteres y tanques de gasolina por doquier. Foto: Andrés García

Según le dijeron a VerdadAbierta.com varias personas que han trabajado en diferentes ‘entables’ -sitios en donde operan las retroexcavadoras-, las Farc cobran el diez por ciento de lo extraído, al propietario del lote le corresponde el 14 por ciento, se reparte un dos por ciento para las comunidades para el manejo de aguas sucias y la elaboración de obras, y la parte restante es para el propietario de la maquinaria.

La otra función de la guerrilla, dicen en la región, es garantizar que el dueño de las máquinas otorgue los días de barequeo, es decir, que apague las ‘retros’ y permita el ingreso de los habitantes de las comunidades al ‘entable’ para que puedan buscar sus piezas de oro. “El convenio es que hay cinco días para las máquinas y dos para el rebusque. Lo que la gente se encuentra se lo queda. Hay gente que se hace un millón o dos millones de pesos en un día. Se puede sacar una libra, diez gramos, uno o ninguno. Si no fuera por ellos, seguramente los dueños de los ‘entables’ no le daban a uno el bareque el día que toca”, cuenta alguien que ha participado de esas faenas en busca de fortuna.

A pesar de ser un grupo armado ilegal, en la parte alta de Timbiquí aseguran que las Farc respetan a las comunidades y a sus autoridades. “Desde que ellos empezaron entrar, les dijimos cómo habíamos estado viviendo y que si ellos iban a compartir con nosotros en el territorio también tenían que respetar nuestras decisiones y lo aceptaron. Se les dijo que acá hay un consejo comunitario con su presidente y su inspector, que son las autoridades y nunca se han metido con ellos”, asegura Luz Aray Hernández, presidenta de la Junta de Acción Comunal de Santa María.

Esas palabras son respaldadas por Clemencia, quien agrega que la comunidad se ha relacionado mejor con las Farc que con los “paramilitares”, porque “ellos no llegaron a arrebatar las cosas sino a hablar con la comunidad. No es porque la comunidad esté del lado de ellos, pero ellos son los que tienen las armas y en muchas ocasiones ponen orden sin agredir a la comunidad. Qué otras opciones tenemos si la presencia del gobierno acá no opera”.

Esa falta de presencia efectiva del Estado le hace temer a las comunidades sobre la suerte que afrontarán si el proceso de paz con las Farc llega a buen puerto y se desmovilizan. “Si se van las Farc, los del consejo comunitario tendrán que tomar la vocería porque si no quedaríamos desamparados. Porque los dueños de las máquinas impondrían su voluntad y nos dejarían sin barequear, ya que la guerrilla garantizaba los dos días de bareque”, plantea un habitante de una vereda donde la Fuerza Pública quemó retroexcavadoras en agosto.

Además, tienen temor de que otro grupo armado ilegal ocupe el espacio que dejarían las Farc y vuelva la violencia que padecieron entre 2010 y 2011: “Estos al menos nos respetan, incluso nos cuidan, pero si entra otro grupo qué pasará. Ese es el temor: se recogen las Farc y quién va entrar a cuidarnos. La guerrilla garantiza seguridad y orden, lo que no hace el Estado”. Esa es otra de las paradojas que encierra Timbiquí.

Por otro lado, a pesar de que esa guerrilla ha cumplido con el cese unilateral al fuego que decretó el 7 de julio de 2015 para desescalar el conflicto armado tras la emboscada en la que asesinaron a once soldados en la zona rural del municipio caucano de Buenos Aires, no cesaron sus actividades relacionadas con la minería ilegal en Timbiquí. Por más contradictorio que parezca, al respecto, diferentes barequeros señalan que las Farc “siguieron controlando las actividades y lo agradecemos. Suena mal decirlo, pero son una garantía para nosotros. En ningún momento nos han violado nuestros derechos, por el contrario, los han hecho respetar”.

Efectos de la fiebre del oro

En Buenos Aires se pararon en la raya

“La minería ilegal empezó a llegar en 2010, con las ‘retros’. Llegó a veces con el apoyo de uno mismo: muchos desconociendo lo que nos podía traer. Para nosotros fue como una alegría porque antes se pasaba mucho trabajo para sacar un poquito de mina, pero con la tecnología veíamos que era más fácil conseguir la plata. Entonces, nosotros los nativos también la apoyamos en el momento en que llegó. Ha habido de todo: para casi toda la comunidad la minería nos sirvió, el día que no hay se nota de inmediato”, relata la presidenta Hernández la paradójica situación en la que se encuentran las comunidades afro de Timbiquí, que a diferencia de sus hermanos de otras regiones sí permiten explotación con maquinaria.

Los efectos directos de esta clase de minería se han sentido en los ríos. Un informe de la Corporación Autónoma Regional de Cauca de 2012 identificó en el río Timbiquí un “un aumento desmesurado en las cantidades de cianuro y mercurio, en niveles no aptos para el consumo humano, así como en materia fecal y en poco más de 4.400 formas diferentes de coliformes”.

Al respecto, una joven de Calle del Pueblo, a escasos diez minutos de la cabecera municipal, señala que, a raíz de la contaminación, deben recurrir al agua lluvia e ir hasta las quebradas: “el agua de lluvia es para el uso diario y la otra para lavar la ropa”.

La contaminación del río

Aparte del daño ecológico, la minería con maquinaria pesada también ha fracturado las tradiciones de la cultura afrodescendiente. La mayoría dejó de lado la extracción artesanal y la agricultura que aprendió de sus ancestros, para trabajar en los entables de los foráneos o en los de los nativos que en los últimos años se han hecho a sus propias retroexcavadoras.

“Los campos están desocupados y antes había mucha producción de pancoger, por eso toca traer casi todo de Buenaventura. Las personas descuidaron sus actividades tradicionales y se fueron a barequear o recoger coca en el pasado para conseguir plata más rápido, con lo que se está perdiendo una cultura ancestral”, explica Carmen*, una líder comunitaria que le ha dedicado más de la mitad de su vida a la enseñanza.

Por otro lado, la fascinación que despierta el oro también causó que los intereses de empresas mineras y particulares recayeran sobre el territorio de las comunidades afro, sobre todo en el del consejo comunitario Renacer Negro, ubicado en la parte alta del río Timbiquí. Como si fuera poca la extracción entre ‘paisas’ y nativos, la Agencia Nacional de Minería (ANM) le otorgó títulos de concesión a terceras personas para que extrajeran minerales entre 2007 y 2040 sin cumplir con el requisito de la consulta previa a las comunidades; además, estaba estudiando la solicitud para adjudicar 18 más.

No obstante, en su sentencia del 1 de julio de 2015, el Juez Primero Civil del Circuito Especializado en Restitución de Tierras de Popayán, Luis Felipe Jaramillo Betancourt, le ordenó a la ANM la suspensión de dichos títulos y emitió 30 órdenes más para garantizar la protección y la reparación de las víctimas de esa comunidad.

Con histórica sentencia afros recuperan su territorio en Timbiquí, Cauca

En ese mismo proceso, antes de que se emitiera la sentencia, el magistrado Jaramillo ordenó, el 12 de febrero de 2012, “la suspensión de toda actividad minera que a cielo abierto y con maquinaria pesada se estuviese realizando en predios del territorio colectivo, al igual que el retiro de toda la maquinaria pesada”. Sin embargo, esta medida cautelar no se pudo cumplir por las dificultades de orden público y el costo económico que la decisión generó en los habitantes del consejo comunitario.

A petición de los líderes del territorio colectivo, que señalaron no estar de acuerdo con la prohibición, “por cuanto la comunidad ha avalado, tácitamente, la presencia de la minería en la región y otros son dueños de entables de extracción minera”, y ante el compromiso de la comunidad de realizar un proceso de manejo ambiental con los mineros, “para evitar un choque socioeconómico fuerte en cumplimiento de la medida”, el juez finalmente decidió levantar la medida. (Ver página 38 de la sentencia).

Esa situación refleja las dificultades que generan la falta opciones de ingresos, que han llevado a una comunidad que ancestralmente conservó su territorio, a optar por la vía del desarrollo acelerado. Así lo asegura una líder comunitaria de la región: “Aquí llegó la minería ilegal por falta de presencia del Estado y la acogimos como una opción de vida. Pero conociendo que es ilegal, tenemos que sentarnos con el Estado y preguntarle de qué vamos a vivir. La pelea de los consejos comunitarios y de las comunidades no tiene que ser porque quemaron las ‘retros’, porque nos han traído en términos generales perjuicios, sino cómo las comunidades vamos a empezar a sobrevivir, qué vamos a hacer para restáuranos y volver a la normalidad. Antes se bajaba al río y se conseguía la comida, ahora no”.

Ante todas estas adversidades, ‘Las Matamberas’ seguirán persistiendo en su trabajo, sin importar los riesgos. Una de ellas resume el reto al que se enfrentan: “Si los antepasados de nosotros fueron responsables para dejarnos todo de tal manera para que viviéramos en mejores condiciones que ellos, esa es la misma responsabilidad que nosotras tenemos con las generaciones futuras porque estamos más preparadas”.

 

 

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