Ciñe, espanta, asfixia. La corrección, la bulla en procura de “lo políticamente correcto.” Discurso que limita, excluye, censura.
Por: Camen Imbert
El puritanismo disfrazado, los prejuicios como bandera de guerra simulando paz. Un rasero para medir hasta los suspiros, vigilia cotidiana para exponer la desnudez ajena. Remedo de “EL Traje Nuevo del Emperador”, el cuento de Andersen, esa asunción de la verdad, la mía, que debe prevalecer. Y así decretan, ordenan, disponen.
Nueva conquista sin espada ni carabelas. El imaginario europeo y “americano” con la suya. Agenda holística que venden aquí para espantar sus fantasmas que alcanzan la “whitetrash.” Son sus pendientes que quieren incluir en la nomenclatura extranjera, para enseñarnos a ser correctos.
Insolencia ideológica para que nombremos, separemos. Imposición de estilos para satisfacer las fantasías de los conquistadores. Sus mandamientos para la negrada, reglas de su racismo para contrarrestar el nuestro que tiene su abecedario propio y sin conocerlo quieren sustituirlo con sus normas.
Ahora es el momento capilar, el capítulo del pelo, hay recursos para eso. La escuela necesita la reivindicación del peinado más que instalaciones sanitarias o capacitación del equipo docente. Así lo determinan desde afuera y acatamos sus designios. Es la consigna del día, la tendencia y como cuentan con un coro sin memoria, que repite sin contexto, el tema es el pelo crespo.
Corrección política sin jurisprudencia, tabla rasa para el empiece y ganar seguidores. Conservadores sin intención de indagar para saber qué pasó hace apenas tres décadas, cuando para lucir un peinado afro no fue necesario un instructivo. El afro era señal de identidad y la raqueta estaba en cualquier bolsillo para no permitir que el volumen decayera. En aquel tiempo, el insulto para las feministas era la mención del pajón.
No hubo necesidad de campaña para que aprendiéramos. El aprendizaje se gestó respetando el peinado ajeno, el criollo, el de los cuatro moños y el cabello planchao. Había una edad para someterse a los tratamientos más incómodos y dramáticos, mientras tanto, los cuatro moños resolvían, sin agravios, el problema.
La atención familiar, la vigilancia para mantener la apariencia pulcra era advertida en las aulas cuando las niñas llegaban con sus lazos en los rizos, con las rayas, perfectamente trazadas, para dividir el peinado. Entonces, cantar María Moñitos no era ofensa ni “la princesa está triste, qué tendrá la princesa” machismo.
Todavía el turismo no había ocupado el norte y el este de la isla, con la creación de las trencitas que jamás habían usado las dominicanas, pero, al parecer, lucían mejor y las pagaban más, que hacer los moños tradicionales. La imagen de Angela Davis reforzó el afro femenino.
El problema para “las blanquitas” era lograr que los rizos artificiales se mantuvieran más de 24 horas. Más allá de los rolos y de los bigudíes, aplicar un químico para rizar era imprescindible, procedimiento contrario al texturizado, parte de la cultura capilar criolla. Con o sin potasa, con o sin lejía, el sacrificio para lograr un pelo liso valía la pena. El olor develaba el secreto del tratamiento aplicado casi de manera clandestina, para que la condición de cuarterona no afectara la estirpe blanquecina.
Sustituto sofisticado del peine caliente que exponía el cuero cabelludo a peligrosas quemaduras. El consumo de esos productos, todavía en el mercado para quienes no pueden adquirir los más sofisticados, proveían resultados radicales ostensibles.
Todo eso antes del desrizado chino, del uso de pelucas que simulaban melenas lustrosas, del secado con aire caliente que solo manos de estilistas dominicanas logran, aquí y en las ciudades más remotas del planeta. Antes, mucho antes, de la panacea más espectacular que cabello malo jamás pensó que existiría: la queratina.
Muestras evidentes de racismo el sacrificio y la inversión para ser como no se es, sin embargo, imponer un estilo es intromisión. Michelle Obama no deja de ser un referente porque se alise el pelo. Es más conveniente propugnar por el respeto para no discriminar a quien le plazca desrizarse, como a quien luzca sus greñas.