Fuente: El Espectador
Foto: Daniel Reina / SEMANA
A los gobiernos —a todos— les gusta hablar de la deuda histórica que tiene el país con el Chocó y de la fórmula definitiva para pagarla. Y nada se resuelve. Nada. Porque la mayoría de las medidas son militares: 300 policías más, un batallón más, un plan de vigilancia de carreteras más.
La mayoría de medidas para los militares. “Este es un tema de nunca acabar, siempre queremos más y más Ejército”, sentenció sabiamente el general Hernán Giraldo, comandante de la Séptima División del Ejército. La respuesta sincera vino de parte de monseñor Julio Hernando García Peláez, obispo de Istmina-Tadó: “El paro lo programaron, lo hicieron y lo terminaron (las Farc) cuando quisieron”. Así es. Aunque hay que reconocer que Santos tomó medidas históricas: mejoramiento de carreteras, aumento de la conexión energética y de redes de fibra óptica, construcción de escuelitas. Y la ñapa: grama sintética para el estadio municipal.
La suerte de Chocó está sellada hace milenios: la explosión de una estrella Delta la llenó de polvo de oro. Los españoles lo descubrieron y lo explotaron con negros esclavos sobre un tapete de indios muertos. Historia pasada. El general Reyes le otorgó, para decirlo suave, el oro y el platino a The Chocó Pacífico Mining Company, que trasteó todo el tesoro que sus gigantescas dragas sacaban del río San Juan y que mandaban en el avión de la compañía a Nueva York. Tanto fue lo que despacharon, que pudieron regalar a la ciudad el Yankee Stadium. Después Mineros de Colombia, una empresa paisa, compró los restos que los gringos dejaron y los volvió papilla para brincarse los pasivos pensionales. La cosa quedó así hasta que el precio del oro se disparó a 1.500 dólares la onza troy. Entonces entraron las retroexcavadoras por vegas, caños y ríos, a mano armada, a llevarse lo que quedó. Que es mucho. Todos pusieron la canal: Corpochocó expidiendo licencias; municipios, dando permisos; resguardos y consejos comunitarios, ibídem. Y claro, paramilitares, guerrillas y destacamentos oficiales no fueron —ni son— de lejos la excepción. Ahora suena la campana para que vuelvan las grandes compañías.
La minería se complementa con el narcotráfico, facilitado por los manglares, y con los cultivos de coca escondidos en las selvas. La coca, corrida por las fumigaciones en el oriente, encontró en el Pacífico su gran nicho. No se sabe cuánta hay porque las nubes no dejan fotografiar las chagras. La Armada y la Policía dan cuenta de miles de toneladas incautadas y pocos, muy pocos, mafiosos presos. Los mismos personajes armados que se benefician con el oro se lucran con la coca. A lo que hay que sumar la madera que explotan subrepticiamente grandes compañías mientras esperan las licencias de beneficio. Y la palma africana que viene tumbando selva por las mismas vías que el gobierno abre como redención del “inconcebible” estado de abandono. En Riosucio, donde la palma y la deforestación maderera reinan, se construirá la base militar prometida.
La carretera Pereira-Las Ánimas-Nuquí, que es de la que habla el gobierno como novedad histórica, va por la mitad y se tuvo que parar por el desastre ambiental que causaba. El objetivo real es sacar la madera que queda en el corredor y abrirle a Risaralda una puerta al mar. No importa que exista el complejo portuario que el Valle del Cauca amplía en Buenaventura. Cada departamento quiere su juguete. También —¡cómo no!— Antioquia, que siempre ha considerado a Chocó su colonia. La carretera Medellín-Quibdó fue comenzada en el gobierno de López Pumarejo y ha corrido la misma suerte de la Ley 200: no avanza. En realidad es un tajo por donde cruzan camiones y buses cuando no caen al abismo y cuando la guerrilla los deja pasar si pagan peaje. La vía que sí funciona —y que los ‘Urabeños’ bloquean cuando no les pagan— es la Carretera al Mar de Medellín a Turbo, boca del Atrato y la “mejor esquina del país”. No es necesario nombrar la historia del banano. Se sabe: paros, desplazamientos, masacres.
Al ritmo de carreteras para chuparse el Chocó y de bases militares para garantizar el chorro —el modelo de los huevitos—, no habrá solución justa y equilibrada para esa región atormentada por la codicia y el calculado abandono.